APAGA EL RUIDO
¿Dónde están nuestros hechos? Sí, nuestras palabras se oyen, mucho grito, mucha queja, mucho tono de enfado. Nuestras palabras salen a borbotones. Lo llenan todo. Son inacabables. Nos envuelven. Nos entierran.
Pero ¿Y nuestros hechos?
Somos como peleles inertes que manejan como quieren, que mantean sin miramientos y que si hace falta se queman en una esquina porque lo más que hacemos es enfadarnos. Juntar mucho las cejitas y apretar mucho los puñitos y quejarnos al vecino, al amigo y al cuñado y mientras tanto nada cambia y los que juegan con nosotros siguen divirtiéndose.
En este caldo de cultivo de chillar mucho sin hacer nada se presentan los salvadores que chillan más y que nos prometen que ellos sí que van a moverse. Que van solucionar todo eso que nos enfada recordándonos, claro, que no estamos enfadados por las cosas correctas, eso sí. Que no es que haya desigualdad sino que nos vienen a robar los vecinos. Que no hay injusticias si no que las mujeres nos odian y crispan. Que no es que nos falte dinero si no que nos faltan bemoles para trabajar más y con la cabeza gacha. Hombre por favor, que cada vez que alzas la cabeza para protestar estás perdiendo tiempo y ¿luego qué quieres?
Los grandes salvadores de la patria que se disfrazan de nosotros pero con trajes más bonitos y carteras de piel porque tiene que notarse el estatus y claro, ¿quién no quiere ser como ellos? Eso es símbolo inequívoco de que son grandísimos líderes a los que seguir digan lo que digan, hagan lo que hagan, seguir siempre al que promete años y años de esclavitud pero por nuestro bien, por los amos, para aquellos que levantan España poniendo el bolsillo, vistiendo de prada y con una buena copa de conyac a la hora del vermut organizando como van a jugar ahora con sus peleles. ¡Qué bien lo contaba Delibes!
Y mientras juegan con nuestras emociones manteniéndonos en un estado constante de crispación es imposible que nosotres hagamos algo por cambiar las cosas. Y es que nunca nada bueno ha surgido de la prisa, del estrés y de la ansiedad. Para hacer algo, para actuar, hay que SABER sobre qué y cómo debemos hacerlo.
Y aquí llega la clave. Apagar el ruido. Nos haremos mejores y más libres el día que logremos convivir con el silencio. Una posibilidad cada vez más difícil en el mundo de hoy. Hasta las redes sociales han pasado del posible silencioso Facebook al siempre estridente tik tok. Ruido, ruido y más ruido constante. Y nosotres todes preocupadas por hacer también ruido para no caer en el abismo del olvido en esta sociedad que deja atrás al que menos veces aparece en la pantalla.
Y entre el ruido que hay y el que nos obligamos constantemente a hacer el silencio se arrincona y con él los espacios de reflexión y conexión con la única verdad incontestable: qué somos.
Ahí radica el peligro. Nos desprendemos a base de ruido de nuestra propia humanidad, de conectar con nuestra respiración, de sentir frío o calor, hambre o saciedad… de aquello que nos hace seres reales, físicos, ¡humanos! Y al desconectar de todos esos valores dejamos de verlos también en los demás. Y al deshumanizarnos deshumanizamos y ya no somos personas que sienten y tienen miedo, frustración, alegría, tristeza o esperanza si no que somos entes inertes sin más valor que el ruido y el dinero que producimos.
Y así, ¿por qué no hacernos daño los unos a los otros? No somos iguales, no somos humanos, sólo cosas de usar y tirar que el sistema decide si valen o no.
Y el ruido, incesante, hace que olvidemos que el sistema no existe, que somos nosotros y que no podremos escapar de este mundo de odio y resentimiento si no cambiamos nosotros en nuestro interior, porque somos nosotros, en nuestro sí, quienes validamos o no las verdades que se nos venden para mantenernos convencidos de que hay buenos y malos según el color de la piel o el género o la orientación sexual o el pasaporte. Curiosamente cosas en las que fijarnos en los demás que nos igualan pues todos y todas somos de algún color, pertenecemos a algún género, tenemos una u otra orientación sexual y un lugar de nacimiento.
Sin embargo en aquello que de verdad nos diferencia, aquello que marca de verdad una línea divisoria entre unos pocos y el resto, aquello por lo que nos vamos matando entre nosotros, nadie pone la mirada. La cuenta corriente. Porque nos han convencido que si tengo una del montón y no una de las poquísimas exclusivas es por falta de mi propio valor. No he sido lo bastante bueno. Es curiosísimo. Para todo lo demás, el que no es bastante bueno es el otro. Para el dinero, el que no es lo bastante bueno soy yo mismo. Y así, en la culpa de ser mediocre, nos relegamos a nosotros mismos a las migajas y adoramos a los Dioses de la abundancia como si fueran Baco borracho entre sus ninfas y nos seguimos matando con aquellos que comparten cuenta pero no color u origen porque ahí sí, ahí yo soy mejor, yo tengo más derechos, yo abandero la verdad. Mirando siempre al lado porque mirar arriba nos han metido en las entrañas que debe causarnos vergüenza.
Como cuando en nombre de un Dios nos matamos como ignorantes sólo para aumentar el odio entre las masas y poner con cada gesto de integrismo un escalón más entre los pobres abducidos y los marajás que manejan el cotarro desde sus altas esferas forradas en monedas.
Como cuando nos bañamos divertidos en la misma playa donde unos pocos kilómetros más allá se hunden los cadáveres de personas que tenían hambre, miedo y salieron dejándolo todo para intentar llegar a la otra orilla.
Como cuando nos quejamos de que haya juventud enfadada dispuesta a destruirlo todo, incluso a si mismos, cuando la única esperanza que les hemos dado es la de ser la alfombra donde los de siempre se limpien las botas.
Como tantas y tantas veces en que el ruido, siempre el ruido, nos distrae de lo importante y las opiniones que se aturullan en nuestra boca siempre dispuesta a hablar nos hace olvidarnos de que existe la posibilidad de callar. De pensar. De ir más allá. De llegar a la pregunta principal que no es ¿qué pienso? Si no ¿por qué lo pienso?
Y reconocer que no podemos dejar de lado nuestras emociones, nuestros aprendizajes, el ruido del mundo que nos envuelve si no es haciendo un ejercicio consciente que nos permita volver a lo más sencillo. A sentir con la piel y no con el miedo. A aprender desde cero y no desde la doctrina. A escuchar no sólo mi voz desde aquí si no la que surgiría desde otro lugar, en otras circunstancias, con otra vida. Y ahí. En la riqueza de volver a ser humano y de ver a todas las personas como humanas, como yo misma, profundizar en las preguntas ¿por qué lo pienso? ¿cómo me gustaría poder pensar? ¿cómo me gustaría que fuera el mundo? ¿cómo podría serlo? ¿qué puedo hacer yo?
Y ahí dejar de chillar, de enfadarse, de odiar, de hacer ruido para empezar a clamarse, actuar y cambiar un poquito nada más que lo cambiaría todo al final.
Apaga el ruido.